«Alemania se niega a rescatar a Grecia»
Diario Jurídico.com
Ocurrió durante la cena.
O tal vez sería mejor decir que se manifestó durante la cena.
Una cena que no estaba resultando ser lo que yo había supuesto.
Pero allí estaba, escuchando una conversación insípida sobre lugares de moda y artistas emergentes y preguntándome dónde estarían los sumergidos. Porque supongo que si existen artistas emergentes, también habrá artistas sumergidos. Sumergidos en alguna parte, sumergidos en algo. Tal vez en alcohol, pensé, rematando mi tercera copa de vino. Un vino de California estupendo, dicho sea de paso. Aunque no lo suficiente para encontrarle algún sentido a la velada que estaba padeciendo.
Debo matizar que nadie me obligó a ir. Sí. Es triste reconocerlo, pero a veces soy el único responsable de mis actos. Al principio pensé que una cena ofrecida por un diseñador sería una experiencia, como mínimo, entretenida. En realidad, ni siquiera estaba invitado. Abrí el sobre sin mirar. No es culpa mía si el cartero se equivocó de piso y fue a parar a mis manos, y no a las del crítico culinario del quinto. La invitación era bastante impersonal, de manera que supuse que nadie notaría que en realidad, yo no era él. Imaginé también que sería una especie de recepción más o menos multitudinaria, con barra libre y canapés. Estaba en un error. Cuando lo comprendí, ya era tarde.
Por fortuna, nadie me preguntó quién era. Me hicieron pasar al salón de aquel ático de diseño con vistas a unas ruinas —muy impresionantes, eso sí—, me indicaron mi sitio en la mesa, y me sirvieron. Por lo visto, estaban esperándome para empezar a comer, aunque sospecho que sólo les incomodaba que hubiera una silla vacía. Como era gente muy educada, no sintieron la necesidad de violentarme haciéndome preguntas personales. En general, los ocho o nueve invitados y su anfitrión se comunicaban en clave de yo. Yo y mi. Tantos yos y tantos mis que al cabo de quince minutos me sentía el ser más despersonalizado y desposeído del planeta. Sin nada que decir, porque entre otras cosas, no dominaba las reglas de aquel juego, en el que todos se amaban y se detestaban con la más exquisita hipocresía, con la más refinada ausencia de verdad. Pero con mucha exaltación. Cualquier comentario contenía invariablemente una gran cantidad de epítetos pomposos. Cualquier cosa susceptible de ser mencionada era necesariamente «soberbia», «grandiosa», «sublime», «magnífica», «in-dis-pen-sa-ble» (dicho así), «maravillosa», «escandalosa», «espectacular» y sobre todo, «exclusiva». Desde una lata de sardinas caducadas (¿o debería decir vintage?) al último coche que alguno de ellos se había comprado en no sé qué subasta de vehículos de lujo. El solo hecho de ponerle uno de aquellos adjetivos a un objeto cualquiera y darle un tono de efusividad apropiado, lo convertía en la cosa más in (dis-pen-sa-ble) del momento. Algo absolutamente necesario —no llegué a saber para qué con exactitud. Claro que no entiendo mucho de estas cuestiones. Ni siquiera soy crítico culinario.
De todos modos, no era el único que parecía fuera de lugar en aquella mesa. Sentada en el extremo opuesto, una mujer vestida de rojo picoteaba aburrida el plato principal (una carne indefinida bañada en una salsa igualmente indefinida, acompañada de arroz, aunque el diseñador lo llamó de otra manera. Un nombre que no incluía ninguna de esas palabras). De vez en cuando se llevaba a la boca un par de granos de arroz y ponía los ojos en blanco. Puedo asegurarlo: los masticaba. Uno a uno. Muy despacio. Bebía entonces un sorbito de agua y volvía a empezar. Rastrillaba el plato con el tenedor, apartaba algunos granitos del resto —con los mismos gestos que emplearía un paleontólogo si tuviera que limpiar el esqueleto de un dinosaurio con un cepillo de dientes infantil—, elegía uno o dos, se los llevaba a la boca, ponía los ojos en blanco, masticaba, tragaba y bebía, ajena a la conversación, a los mis y a los yos, e incluso al vino de California.
En cierto momento, sin embargo, dejó de masticar. Pidió disculpas y fue al baño.
Pasaron diez o quince minutos. Alguien comentó si le habría pasado algo a la mujer de rojo, que según informó otra persona, era nada menos que la Esposa del Agregado alemán. Inmediatamente pensé si habría entonces algún disgregado alemán. Supuse que de existir, compartiría el limbo de los artistas sumergidos, que no será mejor ni peor que el nuestro. Sólo diferente. Y ni siquiera tanto.
La mujer de rojo reapareció en el salón al cabo de otros diez o quince minutos, y todos la miramos, expectantes. Media hora en el baño dejaba bastante a la imaginación, incluso para la de unos sujetos tan sofisticados como aquellos.
Y entonces, como decía al principio, se manifestó.
—Queridos —dijo, con voz melosa y acento extranjero—, es terrible, pero tengo diarrea.
—No será por la comida —protestó nuestro anfitrión, sintiéndose sin duda aludido—. A nadie le ha sentado mal, ¿verdad?
—Oh, no, ¿cómo puede hacer daño algo tan...?
—... Sublime, sublime.
—Una... cosa deliciosa... ¿Cómo dijiste que se llamaba?
—Kuddelfleck —aclaró el diseñador.
—Exquisito, tan...
—Tierno. Y esta reducción de... ¿Son grosellas?
—¿Arándanos?
—Setas. Son setas. Pero no es una reducción, es una fusión. La hice yo mismo. Y la kuddelfleck también. Todo. Hasta el pilaf lo hice yo. Yo solo. Y creo que puedo sentirme orgulloso del resultado —puntualizó—. Es la primera vez que cocino.
—¿De veras? —exclamaron cinco o seis bocas al unísono—. Extraordinario, espléndido, avant-garde. No sólo un gran diseñador, pero también un gran chef. Qué prodigio, qué talento, qué mano... ¡Bravo!
—Pero yo tengo diarrea. Es un hecho —se quejó la Esposa del Agregado alemán, volviéndose a sentar—. Y no la tenía antes de venir aquí, de manera que...
—Tal vez sea un virus —comentó la mujer a su derecha, apartándose un poco.
—Si me conocieras... Si me conocierais todos, sabríais que yo no me enfermo nunca. Y que soy inmune a los virus.
—Que yo sepa, ningún ser humano es inmune a los virus —dijo el anfitrión, visiblemente molesto.
—Tú lo has dicho, querido. Ningún ser humano lo es —contestó ella, enigmática.
—Disculpa, pero... ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó otro de los comensales. Un tipo repelente con el pelo recogido en un moño—. ¿Que no eres humana?
—No. Claro que no...
—Ah, eso pensaba.
—... Que no soy humana. No del todo, al menos.
—¿Cómo dices? —cacareó la mujer a su derecha, apartándose otro poco.
La Esposa del Agregado alemán la observó con desdén.
—Estómago de vaca —sentenció.
—¿Qué? —exclamó la mujer, escarnecida. Los demás asistíamos mudos a la escena.
—Lo que estás comiendo. Es estómago de vaca. ¿O no? —concluyó ella, apuntando con el tenedor al responsable.
—... En sentido estricto, sí. Pero...
—¿Estómago de vaca? —casi se desmayan cinco o seis bocas al unísono.
—Alex, cariño —murmuró la mujer sentada a la diestra de la Esposa del Agregado alemán, llevándose la mano al pecho con gran aflicción—. Con todo lo que yo te admiro... O sea, te admiraba... ¿Cómo se te ocurre?
—¿Qué tiene de malo? Tengo entendido que en Luxemburgo lo comen a todas horas —se defendió él.
—¿Te parece que estamos en Luxemburgo? —dijo el tipo del moño, señalando hacia las ruinas que se veían por el ventanal, griegas a todas luces—. ¿Te parece que tenemos cara de comer estómago de vaca?
—Kuddelfleck. Se llama kuddelfleck.
—A la porra el nombre, Alex. No es nada cool hacernos esto... Por Dios, yo también quiero ir al baño...
—¿Y usted, a qué se refería con eso de que no es humana? —intervino otro individuo, dirigiéndose a la mujer de rojo.
—Digamos que si todos somos polvo de estrellas, yo lo soy un poco más.
—Interesante. ¿Podría ser más precisa?
—Está diciéndote que viene de otro planeta, ¿no es eso? —saltó el del moño.
—Digo que soy un poco de aquí y un poco de allá —respondió ella, señalando ahora el techo sin soltar el tenedor.
—¿Lo sabe su marido? —preguntó otra mujer, tratando de arrancarle una confesión pública.
—¿Mi marido? —se sorprendió.
—¡Cómo! ¿No es usted la agregada del consul alemán? —rugió el diseñador, haciéndose un lío.
—¿Agregada, yo? Arrejuntada, en todo caso. Pero con ningún consul.
—Entonces... ¿Se puede saber qué hace aquí? ¡Yo no la he invitado!
—Me temo que es culpa mía —declaró la mujer de la derecha—. La vi esperando junto al portal, tan elegante, tan... extranjera que... Deduje que era la Esposa del señor Agregado, y...
—Me cogió del brazo y me trajo aquí —remató la ex-Esposa del Agregado.
—¿Y le parece a usted normal hacer algo así? —la reprendió el diseñador—. ¿Colarse en mi casa, aprovecharse de mi buena fe, y encima arruinarme la cena?
—Sólo puedo contestarte que estoy siempre abierta a la abundancia del Universo. Si alguien me coge del brazo, me lleva a una casa y me sienta a una mesa, simplemente lo acepto. Lo único que lamento es que tu estómago de vaca me haya dado diarrea, con el cuidado que puse en no probarlo. Pero la salsa...
—¡La fusión! —bramó él, abotargado—. O sale inmediatamente de mi casa, o...
No terminó la frase, así que nunca sabré qué hubiera hecho con ella. Supongo que cualquier cosa excepto kuddelfleck.
La mujer de rojo dejó el tenedor en el plato, concisa y pulcra. Se levantó de la silla, saludó con un leve ademán y se dispuso a abandonar el salón.
—Un momento, que la acompaño —dije yo. Tal y como iban saliendo las cosas, era mejor largarse antes de que se dieran cuenta de que yo no era, tampoco, quien debía ser. Además, me intrigaba la mujer alienígena. Por no mencionar que el vino de California se había terminado.
—Eres un desagradecido. Con todo lo que yo he hecho por ti —me sermoneó entonces el diseñador.
—... ¿Perdona? —dije, perplejo. Que yo supiera, aparte del vino y el estómago de vaca, no le debía nada a aquel señor.
—No negarás ahora que tú me enviaste esa condenada receta...
—Eh... —titubeé, sin saber cómo salir de aquella.
—No. No digas nada, ya no puedes arreglarlo. Vete —replicó él, un pelín sobreactuado.
Sobreactuado o no, tenía razón. Así que me puse la chaqueta y me dirigí a la salida, acompañado por la mujer de rojo.
—¿Pero dónde está la Esposa del Agregado, entonces? —oí que preguntaba alguien.
Nadie respondió, no sé si por falta de interés o de inventiva. Ya no importaba mucho. Me encontraba de vuelta en el mundo real. O casi. Mientras esperábamos el ascensor, me decidí a hablar con ella.
—¿De verdad eres medio alienígena? —le pregunté a bocajarro.
—Depende —musitó, mirándome con desconfianza.
—¿Eres alemana, al menos?
—Belga.
—Ya. Oye, puedes sincerarte conmigo. Yo tampoco estaba invitado.
—Sí, eso pensaba. ¿Bajamos andando? —por más que presionábamos alternativamente el botón, el ascensor no respondía.
—Será mejor —convine—... ¿Por qué?
—¿Por qué qué? —dijo, recogiéndose el traje para no pisárselo al bajar.
—Por qué pensaste que no estaba invitado. Nadie más pareció darse cuenta. ¿Cómo...?
—Es fácil. Aunque lo descubrí hace apenas un minuto.
—¿El qué?
—Que tú no le enviaste ninguna receta a ese tipo. ¿Me equivoco?
—... No.
—¿Eres actor?
—¿Actor? No... ¿Por qué? ¿Eres tú actriz?
—Bueno... Digamos que alguien me pidió que montase ese numerito. Alguien a quien no le sentó muy bien que no lo invitasen a la cena. Lo que no entiendo es qué hacías tú ocupando su lugar...
—Es... complicado —contesté, sonrojándome—. ¿Cómo pensabas colarte tú? —dije, cambiando de tema—. Quiero decir que, obviamente, esperaban a la esposa de ese agregado...
—Diciéndole al tal Alex que me enviaba una conocida revista de interiorismo para proponerle un reportaje sobre su casa. Es fácil. Ya lo he hecho en alguna ocasión. Una vez dentro, supuse que me invitaría a quedarme. Pero tuve tanta suerte que... Espera...
—¿Qué?
—¿Oyes eso?
Lo oía, sí. Un ruidito metálico, rítmico, como una señal en morse un tanto desmayada. En el rellano del segundo piso, vimos que el ascensor se había quedado detenido. Los golpecitos procedían de allí.
—¿Hola? —dije, acercándome a la puerta.
—¡Por favor! —exclamó al otro lado una voz femenina con fuerte acento alemán—. ¿Puede ayudarme? ¡Llevo horas aquí encerrada, me estoy quedando sin oxígeno!
La mujer de rojo y yo nos miramos, atónitos.
Por segunda vez aquella noche, la Esposa del Agregado alemán se manifestaba.
Y esta vez, parecía ser la auténtica.