lunes, 13 de diciembre de 2010

Bajas presiones I

Se levanta de la cama. Yo suspiro, para que sepa que estoy despierto. Él finge que no se da cuenta. Va al baño. Vuelve. Se viste, casi a hurtadillas. Yo espero, con los ojos cerrados. Él sale de la habitación. Oigo sus pasos en el recibidor. Oigo la llave en la cerradura. Contengo la respiración. Luego un sonido seco, irreversible. Se ha ido. Sin despedirse. Me siento huérfano sin el beso maquinal y fugaz al que me tiene acostumbrado. Cada rito que se rompe, cada gesto cotidiano que desaparece de nuestras vidas, provoca de entrada desamparo y angustia, razono. Somos seres neuróticos. Puedo asumirlo.

Pero saber que somos seres neuróticos e incluso levemente autistas no me ayuda. Sigo acostado, enredado entre las sábanas y el edredón como un cuerpo atrapado entre las algas de un estanque. Medito. O lo intento. Me cuesta ser objetivo, porque no acabo de entender qué está pasando. Supongo que no quiero admitir que estamos al borde de la ruptura. Lo pienso, lo digo y me golpea la angustia. Trago aire. Recompongo y ordeno las piezas de nuestra última pelea para poder observarla con distancia y rigurosidad científica. Necesito saber por qué ayer fue diferente. Me empleo a fondo, encajo, desencajo y lo vuelvo a intentar, lo vislumbro un instante y se me escapa. Pasa una hora hasta que por fin, lo veo claro. Hemos agotado las palabras. Ya no nos sirven para expresar lo que sentimos. Él lo supo antes que yo. De ahí su silencio. El quebranto de los ritos compartidos. Y este frío. Este frío…

Tengo una idea.

Salto de la cama. Enciendo el ordenador. Abro el correo electrónico. Las manos me tiemblan sobre el teclado.

«Creo que ayer llegamos al límite del entendimiento mutuo. No puedo discutir más contigo. ¿Qué te parece si a partir de ahora y hasta que nos tranquilicemos, hablamos única y exclusivamente del tiempo?
Que tengas buen día.»

Lo envío. Estoy desayunando cuando veo un mensaje en la bandeja de entrada.

Respuesta: «Me parece bien. Por aquí está soleado».

El mensaje me sienta como un jarro de agua fría.

«Me maravilla que esté soleado por ahí. Quiero decir que no estamos tan lejos, y sin embargo en esta parte el cielo sigue encapotado. Espero que mejore conforme pasen las horas. A mí también me gustaría ver el sol.»

Respuesta: «Entonces, tal vez deberías buscarlo en otra parte».

Por lo visto, no ha comprendido que lo que busco es un acercamiento.

«No quiero buscar el sol en otra parte. Prefiero esperar a que despeje por aquí. He visto que son nubes altas, de esas que no dejan precipitaciones. A nada que se levante un poco de brisa, se irán. Estoy seguro. Saldrá el sol. Ya verás. En fin, te dejo. Me voy a la compra. Hasta después.»

No hay respuesta.

En cuanto salgo de casa y respiro el aire tibio de la mañana, recobro el pulso. Paseo por el mercado. Me entretengo en los puestos, observo a la gente. Me tranquilizan los rituales de los demás, sumergirme en esa rutina que parece inextinguible, sin origen ni fin. Es un miércoles idéntico al anterior, idéntico al de la próxima semana, idéntico por los siglos de los siglos. Los mismos puestos, las mismas caras. Los mismos productos distribuidos de la misma manera, en el mismo orden. No falta nada. Ni siquiera la sandía con ojos que sonríe y el cigarrillo que cuelga de su boca, en la misma esquina del tablero, en el mismo puesto, tajo idéntico, igual cuchillo, la misma mano que lo empuña. Inmutables hasta que no queden sandías en el mundo o fruteros guasones que les pongan cara y cigarrillo. Siempre el mismo, aunque otro.

Un tendero me sonríe, sin más. Sale el sol.

Pero el cielo se nubla de regreso a casa.

«Tenías razón. El sol estaba en otra parte. Lo he encontrado brevemente en la sonrisa de un desconocido. Por un momento pensé que se disipaban todas las nubes. Pero al volver a casa, me ha sorprendido un frente de bajas presiones. Creo que tengo fiebre.»

Respuesta: «Pues espero que las bajas presiones remitan cuanto antes. Y tu fiebre también, ya sabes lo que pienso».

Sigue a la defensiva. Tal vez no debí nombrarle lo de la sonrisa del desconocido.

Cocino sin ganas. Almuerzo sin ganas. Intento no pensar en nada que no sea el tiempo, aunque las predicciones son pésimas. Visualizo un día de septiembre junto al mar. Un día feliz, hace años. No me ayuda a sentirme mejor, porque la visión feliz en un principio termina invariablemente con mi cuerpo traspasado por un rayo, así que desisto. Debo poner algo de mi parte para que el tiempo mejore, pienso. Aquí y ahora.

«Creo que va desapareciendo la depresión atmosférica por esta zona, pero detecto que se aproxima otro frente frío desde ahí. ¿Crees que podrás evitarlo? Un beso.»

Respuesta: «No creo que esté en mi mano evitar todo un frente frío».

Definitivamente, está en pie de guerra.

«Perdona, me he expresado mal. Sólo quería saber si te parecía una predicción acertada. A veces el Hombre del Tiempo se equivoca, ya sabes... ¿Cómo lo ves? ¿Sigue soleado en tu oficina?»

Respuesta: «La cosa se nubla. Y hay vientos racheados que pueden alcanzar los cien kilómetros por hora. Si no mejora, lo tendré complicado para volver a casa. No me contestes, por favor. Tengo mucho trabajo».

Me echo a llover.

Sobre las cuatro, recibo otro correo.

«Siento haber sido un poco brusco en el último mail, disculpa. Pero esta inestabilidad atmosférica dura demasiado. Necesito un anticiclón, no puedo soportar otra borrasca como la de ayer, como las de los últimos días. Si no te importa, tardaré un poco en volver a casa. Voy a dar un paseo cuando salga del trabajo, quiero estar solo. Te veo a la noche.»

Me importe o no, qué puedo hacer, pienso. En realidad, hace ya un rato largo que miro el reloj con aprensión. Quiero verle, pero también temo que aparezca por esa puerta. Temo que se instale una ola de frío polar entre él y yo. Y sin embargo, odio que huya de mí. Odio que piense en lugares más cálidos donde yo no existo.

«Intentaba poner algo de mi parte. Te dije que el tiempo mejoraba por aquí, llevo toda la tarde intentando que se mantenga estable y sin nubes. Casi había salido el sol, pero si te empeñas en predecir vientos racheados y borrascas, qué puñetas puedo hacer. Por otra parte, entiendo y respeto que quieras estar solo, aunque lo correcto sería decir que quieres estar sin mí. Que me tienes miedo. En fin… Espero que encuentres algún vestigio de anticiclón en tu paseo».

Respuesta: «Creí que sólo hablaríamos del tiempo. Pero ya que lo mencionas, tengo todo el derecho del mundo a estar solo si me apetece. Y para serte sincero, sí, me da miedo volver a casa. Las previsiones por ahí tampoco son nada favorables».

Me enfurezco.

«Cosas del cambio climático, no me eches a mí la culpa. El frente frío está en tu zona ahora mismo. De todos modos, ¿puedo saber qué temes, exactamente?»

Respuesta: «Un cataclismo sísmico de grandes dimensiones. Salgo ya del trabajo. No me esperes. No sé a qué hora volveré».

Tectónica de placas. Palabras mayores. No se lo consiento.

«Cataclismo sísmico tu madre».

Lo pienso mejor y borro el mensaje.

Apago el ordenador.

Me siento en la terraza. Oscurece, lentamente. Una nube de pájaros negros se desplaza por el cielo aprovechando las corrientes de aire como los peces las corrientes marinas. Siento envidia. Pienso que el ser humano no es el animal evolucionado que cree ser. Si fuera realmente evolucionado, tendría alas, o aletas. Podría esquivar tormentas y borrascas. Podría ver las cosas con distancia y perspectiva, no a ras del suelo… Estoy tan abstraído que no oigo la llave en la puerta, sus pasos, su voz, hasta que sale a la terraza y posa su mano sobre mi hombro.

—Lo he pensado mucho y…

Me tapo los oídos. La nube de pájaros pasa ante mí, ingrávida como una masa de aire cálido —más oscuro que la noche—, hacia el sur. También ellos viven presos de sus rutinas, pienso. Se aproxima una tormenta. Con gran aparato eléctrico. No me asusta. No sé lo que ha dicho el Hombre del Tiempo, pero he visto en sus ojos que escampará, tarde o temprano. Mientras, permanezco anclado a las rutinas. A los gestos. A las neurosis de mi especie.

Espero. Con los pies en el aire.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Nocturno

© Carlos M. Ortega Vilas
Ha sido un día duro. Un contrincante demasiado obstinado para plantarle cara hasta las últimas consecuencias. Juega con ventaja —nocturnidad prematura, alevosía invernal—. A las siete de la tarde abre una brecha importante en mis defensas. A las nueve, empiezo a darlo todo por perdido. A las diez me derrota definitivamente. Pido clemencia. Me exilio voluntariamente y por mi propio pie. A la cama.

¿Las diez de la noche? ¿A la cama?, se me amotina algo por dentro. Será la memoria de otra época, cuando uno se acostaba a las diez de la noche obligado por la autoridad, pero sin sueño ni convicción. Para descansar, te decían. Para madrugar. ¿Descansar de qué? De ti. ¿Madrugar para qué? Para ir al colegio. A, eso…

Siento un amago de fobia infantil en el estómago. Es el Niño Interior, que se resiste a que lo metan en la cama, no tanto por la cama en sí. No tanto por tener que dormir tantas, malgastadas, improductivas horas —piensa él—, sino porque recuerda que al final de ese trance sólo existe algo mucho más desalentador todavía que estar preso de las sábanas mientras la vida sigue sin ti al otro lado de tu cuarto. Tonto, si mañana no hay colegio, le tranquilizo. Él se calla. Por costumbre, supongo. Me da igual. Yo, voy a dormir. Voy a dormir diez horas seguidas y mañana seré otro. Un tipo renovado, con energías, desbordante de vitalidad, aunque sea invierno. Un tipo capaz de vencer a ese contrincante obstinado que nos machaca sin piedad —también llamado Jornada Laboral—. Sólo espero que él no tenga la misma idea, pienso, antes de quedarme dormido.

LE HABLA SU ASESOR DE TELEFONÍA FIJA E INTERNET. UN MOMENTO, POR FAVOR.
(Me informa una máquina.)

Recojo el corazón —se me  ha salido por la boca y ha llegado antes que yo al salón— junto al teléfono. Bizqueo hacia el reloj de pared, noqueado. Es medianoche.

—Buenos días —me saluda una voz digamos que humana.
—…
—¿Es usted el titular de la línea? ¿Es usted don C. O. V.?
—Yo…
—Señor O. ¿Le interesaría ahorrar en su factura telefónica?
—Pues en este momento —y recalco la palabra momento—, no.
—Señor O. Todavía no le he explicado cómo ahorrar en su factura de teléfono, ¿tendría la bondad de escucharme un minuto?
—Es que ahora mismo no me interesa…
—Señor O., ¿cómo sabe que no le interesa si no me deja que le explique que puede ahorrar hasta un cincuenta por ciento en su factura telefónica?
—Tiene su lógica —claudico.
—Señor O. Gracias por permitir que le explique las ventajas de la nueva tarifa que…
—De nada. La comunicación es la base del entendimiento entre culturas —observo. He creído detectar cierto deje argentino en su voz. Tal vez por eso el desfase horario.
—Eh… Sí… Bien, le comento…
—Disculpe, ¿le molesta si fumo?
—… Este… Sí… O sea, no… —carraspea—. Señor O., le explico la nueva tarifa Sin Límites que hemos diseñado especialmente para clientes como vo… Como usted. Pero para que vea hasta qué punto le conviene, quisiera hacerle notar que el gasto mensual que viene usted facturando actualmente asciende a…

Deposito con cuidado el auricular sobre el escritorio y voy a la cocina. Si este es el principio de un nuevo día, necesito afrontarlo con un café con leche en el estómago. Me lo llevo al salón. Compruebo que del auricular sigue fluyendo el soliloquio del operador. Parece feliz. Lo dejo estar y voy a por una manta que echarme por encima, los cigarrillos y el cenicero. Me tumbo en el sofá, derrotado pero voluptuoso, con mi café con leche caliente, mi cigarrillo, mi manta y el soniquete de esa voz en off que se derrama providencial sobre la mesa. Cómo se las habrá apañado mi asesor de tarifas para transformar una noche tan jodidamente fría y vacía en un soleado día de otro hemisferio, pienso. Qué tipo encantador.

Percibo entonces una ligera perturbación en el ritmo de su discurso. Cojo el teléfono.

—¿Señor O.? ¿Me escucha?
—Le escucho, sí.
—Bien, como le decía, si desea ahorrar en su factura de teléfono, esta es la tarifa que en definitiva, más se adapta a sus necesidades.
—Es que, verá… Creo que mis necesidades son otras…
—Eh… ¿Desea que le asesore sobre otras tarifas, señor O.?
—¿Cuánto cree que me costaría ser yo mismo?
—¿Disculpe?
—Es que últimamente tengo la impresión de que todos hablan más alto que yo, y no me oigo. Y también siento que no soy dueño de mis decisiones, que otros deciden por mí cosas que no sé si quiero o no.
—Con respecto a su tarifa…
—¿A usted no le ocurre? ¿No ha sentido a veces como una afonía vital?
—Señor O., ¿desea cambiar su tarifa actual o no?
—¿Lo ve? Me está presionando. A eso me refiero.
—Disculpe, señor O. Le escucho.
—Gracias. Pues verá: hasta que no me ha despertado, no había caído en la cuenta, pero creo que hay demasiado ruido en mi vida, y no es mío. Lo soporto, lo tolero y hasta lo digiero, pero me sienta mal. Por eso me vencen los días. ¿Qué piensa usted?
—Disculpe, señor, O., pero yo sólo puedo… Si usted no desea ahorrar en su…
—Es que estoy cansado de ahorrar, ¿entiende?
—Señor O., si no desea que le asesore…
—No, no —exclamo—: asesóreme, por favor. Dígame qué puedo hacer para ser yo mismo sin que nadie salga herido. Dígame cómo. Dígame lo que sea, pero eso sí: procure no psicoanalizarme.
—… Señor O., si no tiene ninguna otra consulta que realizar, procederé a cortar esta llamada.
—No vale. Usted me ha despertado para anunciarme un buen día y es de noche, algo sabe que a mí se me escapa. Tiene que darme una respuesta.
—Procedo a cortar la comunicación. Que tenga un buen día, señor O.
—Espere —exclamo—, no cuelgue… Necesito que me diga… Oiga… ¿Oiga?

Ha colgado.

Me vuelvo a la cama. El Niño Interior protesta un poco —por costumbre, supongo—, pero enseguida se queda dormido. Yo también. Sueño que duermo diez horas seguidas y al levantarme, llamo a mi asesor telefónico para desearle los buenos días en la noche de su hemisferio. Para entonces, seré otro. Un tipo renovado, con energías, desbordante de vitalidad, aunque sea invierno. Un tipo capaz de vencer a ese contrincante obstinado que nos machaca sin piedad, y que no tiene nombre.

lunes, 8 de noviembre de 2010

En días como estos

© Carlos M. Ortega Vilas
En estos como días. Como días en estas. Como setas, como días. Comedias, cometas. Cómo diría… En días como estos, no sé quién soy ni lo que quiero. No sé qué decir, o es tan terrible que se me queda atravesado en algún sitio entre el estómago y el aire, hoy templado, de noviembre. En días como estos me quedo en casa porque temo que se desplome el cielo sobre mí, o yo sobre él, y ahogarme con tanto azul, tanta inmensidad, tanto universo espacio y negro después, nadie sabe. Me quedo en casa, ahogado de todos modos, aunque no azul, no cianótico. Sólo un poco oxidado. Un poco triste. Escucho la radio. O hago que la escucho. Así que la apago, no sin antes decir adiós al locutor, esgrimiendo una excusa tonta —como todas las excusas—. Y al locutor qué cuernos le importa, pero sí. Yo sé que le importa. Al fin y al cabo, sólo tres oyentes. Bueno, dos. Y un desertor, sálvese quien pueda, aunque el programa no está mal, se deja oír, pero yo de los nervios, pensando que no, que no, que no me salvo. No ya hasta que me acueste y duerma el sueño de los justos, los injustos o los que sólo quieren olvidarse de sí mismos, benditos ellos también. Le digo una excusa, tengo que salir, tengo un trabajo pendiente, tengo que y me quedo en el mismo sitio, mirando la pantalla blanca del ordenador gris, escritorio gris, teléfono negro que nunca suena, mosca negra que se empeña en sobrevivir al invierno a intervalos y a intervalos suicida kamikaze que se estrella redundante contra la pantalla blanca del ordenador. Un mal día lo tiene cualquiera. Sólo me molesta que sea redundante. Cómo odio lo redundante. Cómo odio odio las repeticiones. Qué atrapado vivo en ellas.

—Mosca ha perdido el conocimiento, si alguna vez lo tuvo.

En días como estos, uno se pregunta. Días como estos hay tantos en el calendario, vienen por defecto, los regalan en cada esquina del tiempo que se te va y en el que tienes por delante, todo de saldo, demacrado antes de usar. Inservible, reventado. Abro una revista, por no ver tanto blanco, tanto gris, tan poca mosca torpe que no sobrevivió al invierno que ni siquiera ha llegado. Abro la revista y me salta encima esa noticia. ONU nombra embajadora astrofísica coordinar respuesta humanidad ante contacto alienígena. Misión: esterilizar toda criatura estelar caída en planeta Tierra. Pienso en ET, en su dedito tieso, cercenado por esta astrofísica malaya —guantes estériles—. No es nada personal, le dice, puro trámite aduanero. Cierro la revista, trastornado. En días como estos, noticias como estas. Dan ganas de ahogarse en licor, pero no tengo. Me levanto de mi silla azul…

… Que ni siquiera es mía, entro en la cocina, pongo café al fuego. Mucho café, como para resucitar a Mosca, mientras pienso en la silla azul que no es mía. En la casa que no es mía, en la cafetera que no es mía —el café sí, tengo pruebas—. En él, que tampoco es mío, porque nada te pertenece menos que la persona que amas, o el alienígena que amas, aunque estéril ya, aunque sin dedito tieso. En fin, pienso que nada es mío. Salvo el café. Me aferro a él. Me lo bebo, aunque no me hace sentir mejor ni más dueño de algo ni más animado de lo que está Mosca ahora mismo, a los pies de esta pantalla, ya no tan blanca. No ya tan muda.

Pero igualmente desconsolada, en —cestos setos sectas insectos— días como estos.