jueves, 24 de febrero de 2011

Mens sana...

© Carlos M. Ortega Vilas
Voy al médico por un no sé qué inespecífico que me ha salido en todo el cuerpo. Como de ánimo me siento mejor que nunca, no he querido darle importancia, hasta que los amigos y la familia se han puesto pesados. Y aquí estoy... Sólo que al parecer me he dormido mientras esperaba mi turno, porque ni siquiera tengo conciencia de en qué momento exacto la calefacción exageradamente alta del centro de salud me ha consumido. El caso es que al despertar estaba solo en la salita. O solito en la sala, según se quiera ver.

He tocado a la puerta de mi médico de cabecera. Con ese nombre, uno se lo imagina con aspecto de libro, o de biblia, retrepado sobre una mesilla de noche, junto al despertador o lo que cada uno tenga en su mesilla de noche. Pero no. Al abrir la puerta de la consulta, lo que me encuentro es una mujer con bata blanca que me observa con cara mayúscula desde el otro lado de su mesa. «Mayúscula» engloba muchas cosas. Hastío mayúsculo, antipatía mayúscula, mayúscula condescendencencia. No se lo tengo en cuenta. Es su papel. Aquí el Médico, aquí el paciente, que tampoco sé por qué lo llaman así. ¿Será irónico?

—Adelante —dice ella, con una voz tan regia y antigua que por un momento me he sentido Edipo ante la Esfinge. No pierdo de vista que Psiquiatría está en otra planta, así que me guardo los complejos para otro día.

—Buenas —he dicho, así, despreocupadamente, como si en vez de un paciente fuera un transeúnte cualquiera. Al querer cerrar la puerta, se me ha caído un brazo. Lo recojo, un tanto abochornado.

—Me parece que llega usted tarde —comenta ella.

—Lo siento... Me quedé dormido —me justifico, sentándome sin esperar a que me invite.

—¿Y hace mucho de eso?

—No estoy seguro. Hará unos cien pacientes, enfermo arriba, enfermo abajo...

—Tiene mal aspecto.

—Usted tampoco es la octava maravilla.

—¿Perdón?

—Disculpe. Será un acto reflejo —ciertamente, yo soy el primer sorprendido ante mi reacción. No es propio de mí decir lo primero que se me ocurre, aunque sea en respuesta a una grosería.

—Hum. Le auscultaré. Siéntese en la camilla.

—¿Es necesario? —no sé por qué, me siento demasiado cansado para moverme. No me apetece levantarme de la silla que acabo de conquistar con tanto arrojo.

—Bueno. Si lo prefiere, le meto un depresor lingual en la garganta. ¿Le gusta que le metan depresores linguales en la garganta?

—Me refería a si no puede auscultarme aquí donde estoy...

—Desde luego que no. Para algo está la camilla, ¿no cree? No decepcionemos a los contribuyentes. Piense que ha costado sudor y lágrimas esa camilla. ¿Entiende lo que le digo?

—Entiendo —digo, casi culpable.

Dejo el brazo en el asiento, pongo rumbo a la camilla. Por el camino pierdo un zapato y su contenido. Lo dejo estar. Llego agotado y me tumbo. Ella me obliga a sentarme, un gesto de sadismo innecesario. Me inserta un termómetro bajo el brazo intacto, un depresor lingual en la garganta —por joder, yo creo—, me ausculta, por delante y por detrás, me golpea en las rodillas con un martillito, muy suave primero y tan fuerte al final que me rompe una rótula y un fémur. Me trago el depresor, pero ni me inmuto ni me conmuevo. Es raro. Por regla general, soy más bien hipocondríaco.

—Hum. Pues sí —dice al fin, solemne, sacándome el termómetro del sobaco.

—¿Ocurre algo? —pregunto. Intento alarmarme, pero lo cierto es que no lo consigo.

—Su temperatura corporal no pasa de veinte grados. No tiene pulso, ni reflejos... Siento decírselo de esta manera, pero no detecto constantes vitales.

—Dígamelo de otra manera, entonces, a ver si lo entiendo.

—Me temo, señor mío, que ya no está entre nosotros.

—¿Entre ustedes? ¿Hay alguien más en esta consulta? —exclamo, asombrado. Para mí que estamos solos.

Ella resopla, se diría que contrariada.

—Escúcheme, tarugo: le estoy diciendo que está muerto —me increpa.

—... ¿Debo preocuparme?

Suspira. No estoy seguro, pero creo que ahora se ha emocionado. Sus reacciones son un misterio.

—Seré sincera. Lo suyo es una dolencia crónica y sin cura. Yo que usted, acudiría a un buen taxidermista. Aquí ya no pinta nada.

—No sé qué decirle... Al margen de estas pequeñas pérdidas que sufro —le explico, señalando mi pie en mi zapato, mi brazo sobre la silla—, creo que estoy de miedo... ¿No podría pasar con unos antihistamínicos, por ejemplo?

—¿De miedo? —repite, sospecho que con cierto sarcasmo—. Disculpe, pero aquí la profesional de la salud soy yo, y le aseguro que usted, en todo caso, da miedo.

—Usted tampoco es la octa...

—Lo sé. Lo sé —me interrumpe—. Sin embargo, estoy viva. No soy yo la que va perdiendo miembros por el camino.

—De acuerdo. Puede que el cuerpo lo tenga un poco desintegrado últimamente. Pero esto me funciona de maravilla —replico, señalando con mi única mano mi única cabeza, que no soy ningún monstruo, vaya—. De hecho, creo que nunca me ha funcionado mejor.

—Dios se la conserve —ha sentenciado—. Puede incorporarse.

—¿Se burla de mí?

—Digo que puede levantarse.

—Desde luego que puedo. ¿Seguro que no me receta algo? ¿Corticoides, tal vez?

—Ni hablar.

—Pensaba que servían para todo...

—Casi. En su caso, sería un dispendio.

—¿No hay nada más que pueda hacer por mi cuerpo, entonces?

—Soy médica, caramba, no embalsamadora —se ha ofendido. En mi opinión, sin motivos. Luego ha recapacitado—. Tome baños de formol. Y procure no perder la cabeza.

—No hay peligro —le aseguro, mientras intento ponerme el zapato y lo que hay dentro—. ¿No sabrá de algún adhesivo potente, por casualidad?

—Pregunte en una mercería, caballero. Y no olvide eso al salir —contesta, gélida, señalándome la silla.

Recojo mi brazo. Salgo de la consulta. A la pata coja, manco, muerto. Pero digno.

Me dirijo a recepción. Por una vez, no hay colas. Soy el único, pero el administrativo de turno parece muy concentrado haciendo algo que no consigo desentrañar desde mi lado del mostrador. Sea lo que sea, lo tiene tan absorto que es incapaz de mirarme. Carraspeo. Toso. Jadeo con agonía. Él no se da por aludido. Igual también está muerto, pienso. No importa. Tengo toda la eternidad por delante. No me iré hasta que repare en mí y pueda pedirle que me asigne otro médico, otro oráculo, otra esfinge. Lo que sea mientras me trate con respeto, por muy podrido que esté, por muy paciente que sea.

Entonces, ocurre.

El termostato se detiene. Se activan, furiosas, las turbinas del aire acondicionado. Aciago verano que llega sin previo aviso. Funesta racha de viento en conserva que golpea la última fracción sana que me quedaba en el cuerpo.

—¿Qué desea? —escucho por fin la voz displicente del auxiliar administrativo.

Miro desolado hacia lo alto. Me gustaría quejarme a voz en grito de él y de toda su estirpe. De mi doctora y de su cara mayúscula. De la rótula que me ha hecho trizas gratuitamente. De la camilla con olor a sudor y lágrimas, del depresor lingual que he tenido que tragarme. Pero sobre todo —sobre todo—, quisiera protestar hasta la afonía por los cambios bruscos de temperatura que vengo notando desde que he entrado en este condenado centro. ¿Acaso intentan que nadie salga entero de aquí?

Sin embargo, me callo.

Prefiero no llamar la atención. Tal vez así nadie note que he perdido la cabeza.


jueves, 17 de febrero de 2011

Poéticamente incorrecto

© Carlos M. Ortega Vilas
Me gusta el mundo. Es un lugar lleno de cosas y de gente. De sorpresas y palabras. Me gustan las palabras. Si pudiera, sería Poeta.

Pero no puedo.

Me gusta el mundo, tan imperfecto y feo. Tan adoquines rotos y gente que pide y enseña sus heridas, toda clase de heridas. Gente tan rota, por dentro y por fuera, como los adoquines que intento evitar. Camino deprisa. O acaso huyo. No soy el único. Todos se apresuran, todos huyen, fingiendo que llegan tarde. Hoy por hoy detenerse en mitad de la calle sin un fin concreto resulta, como mínimo, sospechoso. Sólo se detienen los «ociosos». Simpática palabra para referirse a los que no tienen nada, salvo heridas. Hay que pasar aún más rápido junto a ellos, no sea que te contagien: una llaga, una adicción, una pulga. O algo más sutil, menos palpable. Su mala suerte. Su mal aspecto. Su alienación. Su locura. De alguna manera, te ensucia verlos ahí, estancados en su miseria mientras el resto del mundo corre. Huye. Mira hacia otra parte, cambia de acera.

He llegado a la estación un poco más tarde que ayer. Cada vez salgo antes de casa y cada vez tardo más en recorrer la misma distancia. ¿Me estaré extraviando? No hay tiempo de hacer conjeturas. He de fingir que voy con retraso. Las puertas se abren. Las puertas se cierran. Es el ciclo digestivo de la máquina, que nos engulle y nos excreta cada aproximadamente cinco minutos, diariamente (si no hay huelga), regular y sin descanso.

Consigo un asiento libre sin grandes peripecias. Miro el paisaje al otro lado de la ventanilla, hipnotizado. A medida que nos alejamos, la fisonomía de la ciudad va cambiando. Surgen del cemento plazas y parques. Cafés de aspecto cada vez más chic —fuente con delfines en la terraza, camarero de uniforme blanco—. Hay una escuela de baile Gene Kelly frente a cada estación. Boutiques elegantes, floristerías falsas —plantas de plástico en el escaparate. Bouquets. Lazos de novia—. El mundo visto desde aquí, a sesenta traqueteantes kilómetros por hora, casi parece que se ha vuelto ordenado, simétrico, verde y feliz.

Entonces aparece él.

Una pequeña ayuda, dice. Una ayuda pequeña, repite, mil veces, automáticamente, taladrándonos el cerebro y la conciencia con su voz extrañamente hueca mientras avanza con la mano extendida. Se detiene a mi lado. Yo no quiero ver su cara. Digo cara, y no rostro. Ni semblante ni faz, porque no soy Poeta. O porque no me gustan los adornos, ni las palabras bonitas. Ni las flores de plástico ni los lazos de novia ni las fuentes con delfines ni los uniformes blancos. Su cara quemada es el reverso de todo lo que se esfuma al otro lado del cristal. Estamos atrapados. Quietos al fin. Presos en el vagón. No podemos huir de él, de su voz, de sus heridas. Lo sabe. Y no se irá hasta que consiga arañarnos algo de piedad de los bolsillos. Por mi parte, desconozco si estas monedas que ahora le tiendo son un gesto de humanidad. O sólo quiero que desaparezca.

Que no me contagie.

Me gusta el mundo. Tan sinrazón, tan injusto. Tan lleno de palabras ridículas —bisturí, colibrí, alhelí, carmesí, baladí. Pedigrí—. Tan vergonzante. Tan qué culpa tengo yo. Tan palabras inútiles, como estas.

Si pudiera ser Poeta...

Pero no puedo.