Poética

Aeropuerto de Rodas, Grecia. El avión de Aegean Airlines (un ATR-600) está detenido en la pista. Hace media hora que debería haber despegado. La azafata va y viene por el pasillo, con cara de circunstancias. No deja que le hagan preguntas. Miro por la ventanilla. Unos hombres en mono charlan con aire despreocupado. Eso me tranquiliza, aunque mi tranquilidad dura poco: sin razón aparente, veo que los mecánicos echan a correr en estampida y se refugian en un hangar. A continuación, un estruendo. Piedras de hielo golpean el fuselaje del avión, con tal violencia que todos nos agachamos, instintivamente. El pedrisco dura apenas unos minutos. Es sólo el preludio. Pendenciera, brutal, se desata entonces la auténtica tormenta. Pienso que nos van a desembarcar. Es imposible que un avión tan pequeño despegue con ese tiempo, y sobre todo, que se mantenga en el aire. Para mi sorpresa, los motores se encienden, y entre relámpagos y truenos, entre zumbidos de hélices y “ayayáis” del pasaje, el cacharro echa a rodar por la pista. Despegamos.

El cielo está negro. El avión se bambolea, tratando de esquivar las corrientes de aire que lo impulsan arriba y abajo. Somos el juguete de un niño titánico, caprichoso, que nos hace botar en el espacio. Bajo nosotros, el mar. Un remolino de brazos solícitos que intentan alcanzarnos. Por primera vez, siento que voy a morir. Es más: estoy convencido de ello. No creo que esta carcasa de hojalata resista mucho tiempo en el aire. Un rayo chisporrotea junto a mi ventanilla. El avión da un vuelco, cae, vuelve a estabilizarse. Hago balance de mi vida. Pienso en lo que aún me queda por hacer. Pienso en la gente a la que quiero y en la que me quiere, y en cómo les sentará la noticia. Pero sobre todo pienso en el trabajo sin terminar. En la novela que llevo escribiendo cerca de año y medio y que aún no he concluido. En los relatos, en los esbozos de historias por contar. Todo está conmigo, en este avión, en el disco duro del portátil. Pienso que no es justo que lo engulla el mar para siempre. Pienso que sólo soy lo que he creado, que todo lo demás es transitorio, aleatorio, prescindible, marginal. Abro la mochila, extraigo un pendrive. En esa pequeña capsulita roja, hay copia de cada cosa que he escrito en los últimos diez años. El avión sufre otro bandazo, está vez parece que nos precipitamos contra las olas. Los pasajeros apenas son capaces de emitir un escueto “aaah”. Las azafatas permanecen atadas a sus asientos. Puedo ver a la sobrecargo desde donde estoy. Su cara no deja lugar a dudas. Mejor irse despidiendo. Sostengo el pendrive y me preparo. Cuando el avión se desplome de nuevo, voy a tragármelo, con la esperanza de que encuentren mi cuerpo y al practicarme la autopsia, aparezca. Es mi particular caja negra. Por si las moscas, saco un rotulador de la mochila, el que uso para las etiquetas. Tinta indeleble. Con pulso vacilante, escribo en el dorso de mi mano izquierda: “TENGO UN PENDRIVE EN EL ESTÓMAGO”, y en la palma, una dirección y un número de teléfono. Aguardo la última sacudida, con la capsulita roja pegada a los labios. Y una duda en el alma…

¿Habrá tiburones en el Egeo?

Si alguien me preguntara qué papel juega en mi vida la escritura, diría que no moriría por ella. Que me da más sinsabores que alegrías. Que me angustia, que me secuestra, que le tengo miedo. Y sin embargo, inseguridades aparte, sin afán de ningún tipo, sé también que escribir me alivia la existencia y le da un sentido a lo que soy. Y que en los peores momentos, me salva de la desesperación mientras espero lo inevitable.

P.D. La tinta, efectivamente, resultó ser indeleble…


(Poética escrita para el libro de relatos premiados en el Certamen Internacional de Poesía y Cuentos de Humor Jara Carrillo 2008-2009)