sábado, 2 de abril de 2011

La esposa del agregado

«Alemania se niega a rescatar a Grecia»
Diario Jurídico.com  

© Carlos M. Ortega Vilas
Ocurrió durante la cena.

O tal vez sería mejor decir que se manifestó durante la cena.

Una cena que no estaba resultando ser lo que yo había supuesto.

Pero allí estaba, escuchando una conversación insípida sobre lugares de moda y artistas emergentes y preguntándome dónde estarían los sumergidos. Porque supongo que si existen artistas emergentes, también habrá artistas sumergidos. Sumergidos en alguna parte, sumergidos en algo. Tal vez en alcohol, pensé, rematando mi tercera copa de vino. Un vino de California estupendo, dicho sea de paso. Aunque no lo suficiente para encontrarle algún sentido a la velada que estaba padeciendo.

Debo matizar que nadie me obligó a ir. Sí. Es triste reconocerlo, pero a veces soy el único responsable de mis actos. Al principio pensé que una cena ofrecida por un diseñador sería una experiencia, como mínimo, entretenida. En realidad, ni siquiera estaba invitado. Abrí el sobre sin mirar. No es culpa mía si el cartero se equivocó de piso y fue a parar a mis manos, y no a las del crítico culinario del quinto. La invitación era bastante impersonal, de manera que supuse que nadie notaría que en realidad, yo no era él. Imaginé también que sería una especie de recepción más o menos multitudinaria, con barra libre y canapés. Estaba en un error. Cuando lo comprendí, ya era tarde.

Por fortuna, nadie me preguntó quién era. Me hicieron pasar al salón de aquel ático de diseño con vistas a unas ruinas —muy impresionantes, eso sí—, me indicaron mi sitio en la mesa, y me sirvieron. Por lo visto, estaban esperándome para empezar a comer, aunque sospecho que sólo les incomodaba que hubiera una silla vacía. Como era gente muy educada, no sintieron la necesidad de violentarme haciéndome preguntas personales. En general, los ocho o nueve invitados y su anfitrión se comunicaban en clave de yo. Yo y mi. Tantos yos y tantos mis que al cabo de quince minutos me sentía el ser más despersonalizado y desposeído del planeta. Sin nada que decir, porque entre otras cosas, no dominaba las reglas de aquel juego, en el que todos se amaban y se detestaban con la más exquisita hipocresía, con la más refinada ausencia de verdad. Pero con mucha exaltación. Cualquier comentario contenía invariablemente una gran cantidad de epítetos pomposos. Cualquier cosa susceptible de ser mencionada era necesariamente «soberbia», «grandiosa», «sublime», «magnífica», «in-dis-pen-sa-ble» (dicho así), «maravillosa», «escandalosa», «espectacular» y sobre todo, «exclusiva». Desde una lata de sardinas caducadas (¿o debería decir vintage?) al último coche que alguno de ellos se había comprado en no sé qué subasta de vehículos de lujo. El solo hecho de ponerle uno de aquellos adjetivos a un objeto cualquiera y darle un tono de efusividad apropiado, lo convertía en la cosa más in (dis-pen-sa-ble) del momento. Algo absolutamente necesario —no llegué a saber para qué con exactitud. Claro que no entiendo mucho de estas cuestiones. Ni siquiera soy crítico culinario.

De todos modos, no era el único que parecía fuera de lugar en aquella mesa. Sentada en el extremo opuesto, una mujer vestida de rojo picoteaba aburrida el plato principal (una carne indefinida bañada en una salsa igualmente indefinida, acompañada de arroz, aunque el diseñador lo llamó de otra manera. Un nombre que no incluía ninguna de esas palabras). De vez en cuando se llevaba a la boca un par de granos de arroz y ponía los ojos en blanco. Puedo asegurarlo: los masticaba. Uno a uno. Muy despacio. Bebía entonces un sorbito de agua y volvía a empezar. Rastrillaba el plato con el tenedor, apartaba algunos granitos del resto —con los mismos gestos que emplearía un paleontólogo si tuviera que limpiar el esqueleto de un dinosaurio con un cepillo de dientes infantil—, elegía uno o dos, se los llevaba a la boca, ponía los ojos en blanco, masticaba, tragaba y bebía, ajena a la conversación, a los mis y a los yos, e incluso al vino de California.

En cierto momento, sin embargo, dejó de masticar. Pidió disculpas y fue al baño.

Pasaron diez o quince minutos. Alguien comentó si le habría pasado algo a la mujer de rojo, que según informó otra persona, era nada menos que la Esposa del Agregado alemán. Inmediatamente pensé si habría entonces algún disgregado alemán. Supuse que de existir, compartiría el limbo de los artistas sumergidos, que no será mejor ni peor que el nuestro. Sólo diferente. Y ni siquiera tanto.

La mujer de rojo reapareció en el salón al cabo de otros diez o quince minutos, y todos la miramos, expectantes. Media hora en el baño dejaba bastante a la imaginación, incluso para la de unos sujetos tan sofisticados como aquellos.

Y entonces, como decía al principio, se manifestó.

—Queridos —dijo, con voz melosa y acento extranjero—, es terrible, pero tengo diarrea.

—No será por la comida —protestó nuestro anfitrión, sintiéndose sin duda aludido—. A nadie le ha sentado mal, ¿verdad?

—Oh, no, ¿cómo puede hacer daño algo tan...?

—... Sublime, sublime.

—Una... cosa deliciosa... ¿Cómo dijiste que se llamaba?

—Kuddelfleck —aclaró el diseñador.

—Exquisito, tan...

—Tierno. Y esta reducción de... ¿Son grosellas?

—¿Arándanos?

—Setas. Son setas. Pero no es una reducción, es una fusión. La hice yo mismo. Y la kuddelfleck también. Todo. Hasta el pilaf lo hice yo. Yo solo. Y creo que puedo sentirme orgulloso del resultado —puntualizó—. Es la primera vez que cocino.

—¿De veras? —exclamaron cinco o seis bocas al unísono—. Extraordinario, espléndido, avant-garde. No sólo un gran diseñador, pero también un gran chef. Qué prodigio, qué talento, qué mano... ¡Bravo!

—Pero yo tengo diarrea. Es un hecho —se quejó la Esposa del Agregado alemán, volviéndose a sentar—. Y no la tenía antes de venir aquí, de manera que...

—Tal vez sea un virus —comentó la mujer a su derecha, apartándose un poco.

—Si me conocieras... Si me conocierais todos, sabríais que yo no me enfermo nunca. Y que soy inmune a los virus.

—Que yo sepa, ningún ser humano es inmune a los virus —dijo el anfitrión, visiblemente molesto.

—Tú lo has dicho, querido. Ningún ser humano lo es —contestó ella, enigmática.

—Disculpa, pero... ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó otro de los comensales. Un tipo repelente con el pelo recogido en un moño—. ¿Que no eres humana?

—No. Claro que no...

—Ah, eso pensaba.

—... Que no soy humana. No del todo, al menos.

—¿Cómo dices? —cacareó la mujer a su derecha, apartándose otro poco.

La Esposa del Agregado alemán la observó con desdén.

—Estómago de vaca —sentenció.

—¿Qué? —exclamó la mujer, escarnecida. Los demás asistíamos mudos a la escena.

—Lo que estás comiendo. Es estómago de vaca. ¿O no? —concluyó ella, apuntando con el tenedor al responsable.

—... En sentido estricto, sí. Pero...

—¿Estómago de vaca? —casi se desmayan cinco o seis bocas al unísono.

—Alex, cariño —murmuró la mujer sentada a la diestra de la Esposa del Agregado alemán, llevándose la mano al pecho con gran aflicción—. Con todo lo que yo te admiro... O sea, te admiraba... ¿Cómo se te ocurre?

—¿Qué tiene de malo? Tengo entendido que en Luxemburgo lo comen a todas horas —se defendió él.

—¿Te parece que estamos en Luxemburgo? —dijo el tipo del moño, señalando hacia las ruinas que se veían por el ventanal, griegas a todas luces—. ¿Te parece que tenemos cara de comer estómago de vaca?

—Kuddelfleck. Se llama kuddelfleck.

—A la porra el nombre, Alex. No es nada cool hacernos esto... Por Dios, yo también quiero ir al baño...

—¿Y usted, a qué se refería con eso de que no es humana? —intervino otro individuo, dirigiéndose a la mujer de rojo.

—Digamos que si todos somos polvo de estrellas, yo lo soy un poco más.

—Interesante. ¿Podría ser más precisa?

—Está diciéndote que viene de otro planeta, ¿no es eso? —saltó el del moño.

—Digo que soy un poco de aquí y un poco de allá —respondió ella, señalando ahora el techo sin soltar el tenedor.

—¿Lo sabe su marido? —preguntó otra mujer, tratando de arrancarle una confesión pública.

—¿Mi marido? —se sorprendió.

—¡Cómo! ¿No es usted la agregada del consul alemán? —rugió el diseñador, haciéndose un lío.

—¿Agregada, yo? Arrejuntada, en todo caso. Pero con ningún consul.

—Entonces... ¿Se puede saber qué hace aquí? ¡Yo no la he invitado!

—Me temo que es culpa mía —declaró la mujer de la derecha—. La vi esperando junto al portal, tan elegante, tan... extranjera que... Deduje que era la Esposa del señor Agregado, y...

—Me cogió del brazo y me trajo aquí —remató la ex-Esposa del Agregado.

—¿Y le parece a usted normal hacer algo así? —la reprendió el diseñador—. ¿Colarse en mi casa, aprovecharse de mi buena fe, y encima arruinarme la cena?

—Sólo puedo contestarte que estoy siempre abierta a la abundancia del Universo. Si alguien me coge del brazo, me lleva a una casa y me sienta a una mesa, simplemente lo acepto. Lo único que lamento es que tu estómago de vaca me haya dado diarrea, con el cuidado que puse en no probarlo. Pero la salsa...

—¡La fusión! —bramó él, abotargado—. O sale inmediatamente de mi casa, o...

No terminó la frase, así que nunca sabré qué hubiera hecho con ella. Supongo que cualquier cosa excepto kuddelfleck.

La mujer de rojo dejó el tenedor en el plato, concisa y pulcra. Se levantó de la silla, saludó con un leve ademán y se dispuso a abandonar el salón.

—Un momento, que la acompaño —dije yo. Tal y como iban saliendo las cosas, era mejor largarse antes de que se dieran cuenta de que yo no era, tampoco, quien debía ser. Además, me intrigaba la mujer alienígena. Por no mencionar que el vino de California se había terminado.

—Eres un desagradecido. Con todo lo que yo he hecho por ti —me sermoneó entonces el diseñador.

—... ¿Perdona? —dije, perplejo. Que yo supiera, aparte del vino y el estómago de vaca, no le debía nada a aquel señor.

—No negarás ahora que tú me enviaste esa condenada receta...

—Eh... —titubeé, sin saber cómo salir de aquella.

—No. No digas nada, ya no puedes arreglarlo. Vete —replicó él, un pelín sobreactuado.

Sobreactuado o no, tenía razón. Así que me puse la chaqueta y me dirigí a la salida, acompañado por la mujer de rojo.

—¿Pero dónde está la Esposa del Agregado, entonces? —oí que preguntaba alguien.

Nadie respondió, no sé si por falta de interés o de inventiva. Ya no importaba mucho. Me encontraba de vuelta en el mundo real. O casi. Mientras esperábamos el ascensor, me decidí a hablar con ella.

—¿De verdad eres medio alienígena? —le pregunté a bocajarro.

—Depende —musitó, mirándome con desconfianza.

—¿Eres alemana, al menos?

—Belga.

—Ya. Oye, puedes sincerarte conmigo. Yo tampoco estaba invitado.

—Sí, eso pensaba. ¿Bajamos andando? —por más que presionábamos alternativamente el botón, el ascensor no respondía.

—Será mejor —convine—... ¿Por qué?

—¿Por qué qué? —dijo, recogiéndose el traje para no pisárselo al bajar.

—Por qué pensaste que no estaba invitado. Nadie más pareció darse cuenta. ¿Cómo...?

—Es fácil. Aunque lo descubrí hace apenas un minuto.

—¿El qué?

—Que tú no le enviaste ninguna receta a ese tipo. ¿Me equivoco?

—... No.

—¿Eres actor?

—¿Actor? No... ¿Por qué? ¿Eres tú actriz?

—Bueno... Digamos que alguien me pidió que montase ese numerito. Alguien a quien no le sentó muy bien que no lo invitasen a la cena. Lo que no entiendo es qué hacías tú ocupando su lugar...

—Es... complicado —contesté, sonrojándome—. ¿Cómo pensabas colarte tú? —dije, cambiando de tema—. Quiero decir que, obviamente, esperaban a la esposa de ese agregado...

—Diciéndole al tal Alex que me enviaba una conocida revista de interiorismo para proponerle un reportaje sobre su casa. Es fácil. Ya lo he hecho en alguna ocasión. Una vez dentro, supuse que me invitaría a quedarme. Pero tuve tanta suerte que... Espera...

—¿Qué?

—¿Oyes eso?

Lo oía, sí. Un ruidito metálico, rítmico, como una señal en morse un tanto desmayada. En el rellano del segundo piso, vimos que el ascensor se había quedado detenido. Los golpecitos procedían de allí.

—¿Hola? —dije, acercándome a la puerta.

—¡Por favor! —exclamó al otro lado una voz femenina con fuerte acento alemán—. ¿Puede ayudarme? ¡Llevo horas aquí encerrada, me estoy quedando sin oxígeno!

La mujer de rojo y yo nos miramos, atónitos.

Por segunda vez aquella noche, la Esposa del Agregado alemán se manifestaba.

Y esta vez, parecía ser la auténtica.

jueves, 24 de febrero de 2011

Mens sana...

© Carlos M. Ortega Vilas
Voy al médico por un no sé qué inespecífico que me ha salido en todo el cuerpo. Como de ánimo me siento mejor que nunca, no he querido darle importancia, hasta que los amigos y la familia se han puesto pesados. Y aquí estoy... Sólo que al parecer me he dormido mientras esperaba mi turno, porque ni siquiera tengo conciencia de en qué momento exacto la calefacción exageradamente alta del centro de salud me ha consumido. El caso es que al despertar estaba solo en la salita. O solito en la sala, según se quiera ver.

He tocado a la puerta de mi médico de cabecera. Con ese nombre, uno se lo imagina con aspecto de libro, o de biblia, retrepado sobre una mesilla de noche, junto al despertador o lo que cada uno tenga en su mesilla de noche. Pero no. Al abrir la puerta de la consulta, lo que me encuentro es una mujer con bata blanca que me observa con cara mayúscula desde el otro lado de su mesa. «Mayúscula» engloba muchas cosas. Hastío mayúsculo, antipatía mayúscula, mayúscula condescendencencia. No se lo tengo en cuenta. Es su papel. Aquí el Médico, aquí el paciente, que tampoco sé por qué lo llaman así. ¿Será irónico?

—Adelante —dice ella, con una voz tan regia y antigua que por un momento me he sentido Edipo ante la Esfinge. No pierdo de vista que Psiquiatría está en otra planta, así que me guardo los complejos para otro día.

—Buenas —he dicho, así, despreocupadamente, como si en vez de un paciente fuera un transeúnte cualquiera. Al querer cerrar la puerta, se me ha caído un brazo. Lo recojo, un tanto abochornado.

—Me parece que llega usted tarde —comenta ella.

—Lo siento... Me quedé dormido —me justifico, sentándome sin esperar a que me invite.

—¿Y hace mucho de eso?

—No estoy seguro. Hará unos cien pacientes, enfermo arriba, enfermo abajo...

—Tiene mal aspecto.

—Usted tampoco es la octava maravilla.

—¿Perdón?

—Disculpe. Será un acto reflejo —ciertamente, yo soy el primer sorprendido ante mi reacción. No es propio de mí decir lo primero que se me ocurre, aunque sea en respuesta a una grosería.

—Hum. Le auscultaré. Siéntese en la camilla.

—¿Es necesario? —no sé por qué, me siento demasiado cansado para moverme. No me apetece levantarme de la silla que acabo de conquistar con tanto arrojo.

—Bueno. Si lo prefiere, le meto un depresor lingual en la garganta. ¿Le gusta que le metan depresores linguales en la garganta?

—Me refería a si no puede auscultarme aquí donde estoy...

—Desde luego que no. Para algo está la camilla, ¿no cree? No decepcionemos a los contribuyentes. Piense que ha costado sudor y lágrimas esa camilla. ¿Entiende lo que le digo?

—Entiendo —digo, casi culpable.

Dejo el brazo en el asiento, pongo rumbo a la camilla. Por el camino pierdo un zapato y su contenido. Lo dejo estar. Llego agotado y me tumbo. Ella me obliga a sentarme, un gesto de sadismo innecesario. Me inserta un termómetro bajo el brazo intacto, un depresor lingual en la garganta —por joder, yo creo—, me ausculta, por delante y por detrás, me golpea en las rodillas con un martillito, muy suave primero y tan fuerte al final que me rompe una rótula y un fémur. Me trago el depresor, pero ni me inmuto ni me conmuevo. Es raro. Por regla general, soy más bien hipocondríaco.

—Hum. Pues sí —dice al fin, solemne, sacándome el termómetro del sobaco.

—¿Ocurre algo? —pregunto. Intento alarmarme, pero lo cierto es que no lo consigo.

—Su temperatura corporal no pasa de veinte grados. No tiene pulso, ni reflejos... Siento decírselo de esta manera, pero no detecto constantes vitales.

—Dígamelo de otra manera, entonces, a ver si lo entiendo.

—Me temo, señor mío, que ya no está entre nosotros.

—¿Entre ustedes? ¿Hay alguien más en esta consulta? —exclamo, asombrado. Para mí que estamos solos.

Ella resopla, se diría que contrariada.

—Escúcheme, tarugo: le estoy diciendo que está muerto —me increpa.

—... ¿Debo preocuparme?

Suspira. No estoy seguro, pero creo que ahora se ha emocionado. Sus reacciones son un misterio.

—Seré sincera. Lo suyo es una dolencia crónica y sin cura. Yo que usted, acudiría a un buen taxidermista. Aquí ya no pinta nada.

—No sé qué decirle... Al margen de estas pequeñas pérdidas que sufro —le explico, señalando mi pie en mi zapato, mi brazo sobre la silla—, creo que estoy de miedo... ¿No podría pasar con unos antihistamínicos, por ejemplo?

—¿De miedo? —repite, sospecho que con cierto sarcasmo—. Disculpe, pero aquí la profesional de la salud soy yo, y le aseguro que usted, en todo caso, da miedo.

—Usted tampoco es la octa...

—Lo sé. Lo sé —me interrumpe—. Sin embargo, estoy viva. No soy yo la que va perdiendo miembros por el camino.

—De acuerdo. Puede que el cuerpo lo tenga un poco desintegrado últimamente. Pero esto me funciona de maravilla —replico, señalando con mi única mano mi única cabeza, que no soy ningún monstruo, vaya—. De hecho, creo que nunca me ha funcionado mejor.

—Dios se la conserve —ha sentenciado—. Puede incorporarse.

—¿Se burla de mí?

—Digo que puede levantarse.

—Desde luego que puedo. ¿Seguro que no me receta algo? ¿Corticoides, tal vez?

—Ni hablar.

—Pensaba que servían para todo...

—Casi. En su caso, sería un dispendio.

—¿No hay nada más que pueda hacer por mi cuerpo, entonces?

—Soy médica, caramba, no embalsamadora —se ha ofendido. En mi opinión, sin motivos. Luego ha recapacitado—. Tome baños de formol. Y procure no perder la cabeza.

—No hay peligro —le aseguro, mientras intento ponerme el zapato y lo que hay dentro—. ¿No sabrá de algún adhesivo potente, por casualidad?

—Pregunte en una mercería, caballero. Y no olvide eso al salir —contesta, gélida, señalándome la silla.

Recojo mi brazo. Salgo de la consulta. A la pata coja, manco, muerto. Pero digno.

Me dirijo a recepción. Por una vez, no hay colas. Soy el único, pero el administrativo de turno parece muy concentrado haciendo algo que no consigo desentrañar desde mi lado del mostrador. Sea lo que sea, lo tiene tan absorto que es incapaz de mirarme. Carraspeo. Toso. Jadeo con agonía. Él no se da por aludido. Igual también está muerto, pienso. No importa. Tengo toda la eternidad por delante. No me iré hasta que repare en mí y pueda pedirle que me asigne otro médico, otro oráculo, otra esfinge. Lo que sea mientras me trate con respeto, por muy podrido que esté, por muy paciente que sea.

Entonces, ocurre.

El termostato se detiene. Se activan, furiosas, las turbinas del aire acondicionado. Aciago verano que llega sin previo aviso. Funesta racha de viento en conserva que golpea la última fracción sana que me quedaba en el cuerpo.

—¿Qué desea? —escucho por fin la voz displicente del auxiliar administrativo.

Miro desolado hacia lo alto. Me gustaría quejarme a voz en grito de él y de toda su estirpe. De mi doctora y de su cara mayúscula. De la rótula que me ha hecho trizas gratuitamente. De la camilla con olor a sudor y lágrimas, del depresor lingual que he tenido que tragarme. Pero sobre todo —sobre todo—, quisiera protestar hasta la afonía por los cambios bruscos de temperatura que vengo notando desde que he entrado en este condenado centro. ¿Acaso intentan que nadie salga entero de aquí?

Sin embargo, me callo.

Prefiero no llamar la atención. Tal vez así nadie note que he perdido la cabeza.


jueves, 17 de febrero de 2011

Poéticamente incorrecto

© Carlos M. Ortega Vilas
Me gusta el mundo. Es un lugar lleno de cosas y de gente. De sorpresas y palabras. Me gustan las palabras. Si pudiera, sería Poeta.

Pero no puedo.

Me gusta el mundo, tan imperfecto y feo. Tan adoquines rotos y gente que pide y enseña sus heridas, toda clase de heridas. Gente tan rota, por dentro y por fuera, como los adoquines que intento evitar. Camino deprisa. O acaso huyo. No soy el único. Todos se apresuran, todos huyen, fingiendo que llegan tarde. Hoy por hoy detenerse en mitad de la calle sin un fin concreto resulta, como mínimo, sospechoso. Sólo se detienen los «ociosos». Simpática palabra para referirse a los que no tienen nada, salvo heridas. Hay que pasar aún más rápido junto a ellos, no sea que te contagien: una llaga, una adicción, una pulga. O algo más sutil, menos palpable. Su mala suerte. Su mal aspecto. Su alienación. Su locura. De alguna manera, te ensucia verlos ahí, estancados en su miseria mientras el resto del mundo corre. Huye. Mira hacia otra parte, cambia de acera.

He llegado a la estación un poco más tarde que ayer. Cada vez salgo antes de casa y cada vez tardo más en recorrer la misma distancia. ¿Me estaré extraviando? No hay tiempo de hacer conjeturas. He de fingir que voy con retraso. Las puertas se abren. Las puertas se cierran. Es el ciclo digestivo de la máquina, que nos engulle y nos excreta cada aproximadamente cinco minutos, diariamente (si no hay huelga), regular y sin descanso.

Consigo un asiento libre sin grandes peripecias. Miro el paisaje al otro lado de la ventanilla, hipnotizado. A medida que nos alejamos, la fisonomía de la ciudad va cambiando. Surgen del cemento plazas y parques. Cafés de aspecto cada vez más chic —fuente con delfines en la terraza, camarero de uniforme blanco—. Hay una escuela de baile Gene Kelly frente a cada estación. Boutiques elegantes, floristerías falsas —plantas de plástico en el escaparate. Bouquets. Lazos de novia—. El mundo visto desde aquí, a sesenta traqueteantes kilómetros por hora, casi parece que se ha vuelto ordenado, simétrico, verde y feliz.

Entonces aparece él.

Una pequeña ayuda, dice. Una ayuda pequeña, repite, mil veces, automáticamente, taladrándonos el cerebro y la conciencia con su voz extrañamente hueca mientras avanza con la mano extendida. Se detiene a mi lado. Yo no quiero ver su cara. Digo cara, y no rostro. Ni semblante ni faz, porque no soy Poeta. O porque no me gustan los adornos, ni las palabras bonitas. Ni las flores de plástico ni los lazos de novia ni las fuentes con delfines ni los uniformes blancos. Su cara quemada es el reverso de todo lo que se esfuma al otro lado del cristal. Estamos atrapados. Quietos al fin. Presos en el vagón. No podemos huir de él, de su voz, de sus heridas. Lo sabe. Y no se irá hasta que consiga arañarnos algo de piedad de los bolsillos. Por mi parte, desconozco si estas monedas que ahora le tiendo son un gesto de humanidad. O sólo quiero que desaparezca.

Que no me contagie.

Me gusta el mundo. Tan sinrazón, tan injusto. Tan lleno de palabras ridículas —bisturí, colibrí, alhelí, carmesí, baladí. Pedigrí—. Tan vergonzante. Tan qué culpa tengo yo. Tan palabras inútiles, como estas.

Si pudiera ser Poeta...

Pero no puedo.

martes, 25 de enero de 2011

Lo natural es torcerse

Éntasis: Ligera convexidad del fuste de una columna que corrige la ilusión óptica de concavidad que caracteriza a las columnas rectas.


© Carlos M. Ortega Vilas
Voy por la calle. Intento andar en línea recta, inútimente. Me lo impiden los demás. Esquivo brazos, codos, piernas, pies. Carteras, bolsos, móviles, cafés en vasos de plástico, bastones de ciego y hasta algún que otro paraguas (por si acaso). Ando en zigzag para evitar colisiones. Lo curioso es que nadie más se aparta. ¿Será un espejismo, una ilusión óptica? No lo sé. Sólo sé que resulta desesperante este ir hacia adelante y hacia a los lados sin poder evitar dar un paso atrás. Es la vida, todo curvas. No me quejo. Bueno, sí. Pero lo asumo. Asumo que para llegar a cualquier sitio hay que desviarse continuamente, asumo que la línea recta no es el camino más corto, que no existe un camino más corto. Me tuerzo, me retuerzo, me escorzo como una escultura de Mirón, y no me quejo. Bueno, sí. Pero con la boca cerrada, no vaya a comerme un brazo, un paraguas, un bastón de ciego, un vaso de plástico con café aguado, una estampida de niños saliendo del colegio —no los culpo, quién no saldría corriendo de un lugar con ese aspecto tan carcelario—, un gato negro, una escalera. Esquivo una pala enterrada en un montículo de cemento seco —¿arte urbano, negligencia municipal, mero desencanto de un obrero?—. Sorteo un perro que me mira mal, ocho antidisturbios, dos manifestantes. Salto por encima de una anciana que se desliza en alfombra, como un escuadrón de cazas alemanes a punto de sembrar la acera de bombas. A cámara lenta. En blanco y negro. Me contorsiono entre la multitud que trata desesperadamente de llegar al otro lado de la calle antes de que cambie el semáforo. No hay piedad, no hay amor, no hay fraternidad entre peatones. En ese instante todos somos enemigos y las máquinas acechan. Luz verde. Codazos, mordiscos, desbandada. No me quejo. He llegado casi ileso al otro lado. Me tambaleo como un equilibrista borracho en el alambre y avanzo a trompicones, sin fuerzas ya de vencer más obstáculos. Me pregunto adónde iba yo esta mañana cuando salí de casa, a qué neurótico se le ocurriría abombar las columnas del Partenón para que parecieran rectas, qué sádico inventó el círculo concéntrico —y las escuelas—, qué hace esta alcantarilla abierta justo bajo mis pies —¿desidia, desencanto, arte urbano?— y caigo.

Aparezco en el Metro. Me empujan dentro de un vagón. No protesto. Para qué. Asumo que la vida es así. Paradójicamente, circulamos en línea recta. Pero no. Es sólo un efecto óptico. Quedo encajado entre un barrote y dos curas. Cierro los ojos. Cuento estaciones. Lo tengo claro: yo me apeo en la última. Por llegar a alguna parte. No los abro hasta que escucho por los altavoces las palabras mágicas: Fin de trayecto.

—Atención: estación en curva —añade, mordaz, la voz metálica del Destino.

No me sorprendo. A estas alturas sé muy bien que lo natural es torcerse.

jueves, 6 de enero de 2011

Nada que decir

© Carlos M. Ortega Vil
No tengo nada que decir. Nada que decir del año que vino. Nada que decir del que se fue. Nada que decir de todo lo que tengo que hacer y no hago. De los proyectos que sólo son proyectos, de los sueños. De las ansias por resultar original. Es tan difícil ser original en estos tiempos... No tengo nada que decir de la crisis. Ya está todo dicho. No tengo nada que decir de cómo sobrevivir a un día de san Valentín sin amor ni tarjetitas, no me incumbe. No tengo nada que decir del precio de las berenjenas que están por las nubes. Por Dios, sólo son berenjenas. Nada que decir de la escasez de conservas en este país que te arreglen un guiso. Nada de lo mucho que extraño los botes de garbanzos cocidos y el supermercado de mi antiguo barrio, de mi otro barrio, aunque sigo vivo. No tengo nada que decir del clima. Nada que decir de la lluvia. Nada que decir de ese ente oligofrénico y caprichoso que lo mismo te revive como te mata, según el día. Nada que decir de las plantas medio mustias del balcón que no he cuidado. Nada que decir de la ropa con olor a lavanda recién tendida. Del suavizante que está por las nubes. Por Dios, sólo es un producto químico. Seguro que degrada el medio ambiente, aunque la vida entera degrada el medio ambiente. Y no tengo nada que decir del agujero en la capa de ozono que ya nadie nombra. De los aerosoles. De los asmáticos. De la fiebre del heno, del polen. De las abejas que se extinguen. Nada, nada que decir de las nuevas normas ortográficas —exmarido-truhán-truhan-sólo-solo-Ye—. Nada que decir de la Real Academia sin caer en el lugar común: «Denigrarla, pero tratar de ingresar en ella si se puede»*. No tengo nada que decir de los niños que cantan villancicos de puerta en puerta. Nada que decir de lo que desafinan. No tengo nada que decir de las palomas, esos seres odiosos que lo ensucian todo. Nada que decir, pues, del Espíritu Santo. Nada. Nada que decir del paro, de la peste, de los cascos azules, de Oriente Medio. De las palabras bonitas, los fines elevados, la poesía, la tragedia. No tengo nada que decir del arte conceptual. Nada dadá que decir de ningún ismo, de ninguna vanguardia. Hace mucho que caducaron. No tengo nada que decir de la cultura, la arquitectura, el pleonasmo. Nada de las figuras retóricas, las preguntas sin respuesta. Las respuestas que no queremos saber. Nada que decir de ti. Nada que decir de mí que sea enteramente cierto, puramente ficticio. Hoy sucede que no tengo absolutamente nada que decir. Será que estoy por las nubes.

—Por Dios, sólo soy humano.
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* Dictionnaire des idées reçues, G. Flaubert (sobre la Academia Francesa)