martes, 25 de enero de 2011

Lo natural es torcerse

Éntasis: Ligera convexidad del fuste de una columna que corrige la ilusión óptica de concavidad que caracteriza a las columnas rectas.


© Carlos M. Ortega Vilas
Voy por la calle. Intento andar en línea recta, inútimente. Me lo impiden los demás. Esquivo brazos, codos, piernas, pies. Carteras, bolsos, móviles, cafés en vasos de plástico, bastones de ciego y hasta algún que otro paraguas (por si acaso). Ando en zigzag para evitar colisiones. Lo curioso es que nadie más se aparta. ¿Será un espejismo, una ilusión óptica? No lo sé. Sólo sé que resulta desesperante este ir hacia adelante y hacia a los lados sin poder evitar dar un paso atrás. Es la vida, todo curvas. No me quejo. Bueno, sí. Pero lo asumo. Asumo que para llegar a cualquier sitio hay que desviarse continuamente, asumo que la línea recta no es el camino más corto, que no existe un camino más corto. Me tuerzo, me retuerzo, me escorzo como una escultura de Mirón, y no me quejo. Bueno, sí. Pero con la boca cerrada, no vaya a comerme un brazo, un paraguas, un bastón de ciego, un vaso de plástico con café aguado, una estampida de niños saliendo del colegio —no los culpo, quién no saldría corriendo de un lugar con ese aspecto tan carcelario—, un gato negro, una escalera. Esquivo una pala enterrada en un montículo de cemento seco —¿arte urbano, negligencia municipal, mero desencanto de un obrero?—. Sorteo un perro que me mira mal, ocho antidisturbios, dos manifestantes. Salto por encima de una anciana que se desliza en alfombra, como un escuadrón de cazas alemanes a punto de sembrar la acera de bombas. A cámara lenta. En blanco y negro. Me contorsiono entre la multitud que trata desesperadamente de llegar al otro lado de la calle antes de que cambie el semáforo. No hay piedad, no hay amor, no hay fraternidad entre peatones. En ese instante todos somos enemigos y las máquinas acechan. Luz verde. Codazos, mordiscos, desbandada. No me quejo. He llegado casi ileso al otro lado. Me tambaleo como un equilibrista borracho en el alambre y avanzo a trompicones, sin fuerzas ya de vencer más obstáculos. Me pregunto adónde iba yo esta mañana cuando salí de casa, a qué neurótico se le ocurriría abombar las columnas del Partenón para que parecieran rectas, qué sádico inventó el círculo concéntrico —y las escuelas—, qué hace esta alcantarilla abierta justo bajo mis pies —¿desidia, desencanto, arte urbano?— y caigo.

Aparezco en el Metro. Me empujan dentro de un vagón. No protesto. Para qué. Asumo que la vida es así. Paradójicamente, circulamos en línea recta. Pero no. Es sólo un efecto óptico. Quedo encajado entre un barrote y dos curas. Cierro los ojos. Cuento estaciones. Lo tengo claro: yo me apeo en la última. Por llegar a alguna parte. No los abro hasta que escucho por los altavoces las palabras mágicas: Fin de trayecto.

—Atención: estación en curva —añade, mordaz, la voz metálica del Destino.

No me sorprendo. A estas alturas sé muy bien que lo natural es torcerse.

6 comentarios:

  1. Sigo con interés este blog, y siempre me sorprende, para bien.
    Excelente relato, se palpa el desencanto, el nihilismo. La ilustracción preciosa.

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  2. Brillante. He viajado, desde el mundo rectilíneo de mi escritorio hasta el universo veloz, torcido -como dices- de la vorágine de la vida cotidiana. Qué suerte poder leerte, es balsámico, liberador. Gracias.

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  3. Solo se tuercen los que tienen la suficiente flexibilidad mental como para no quebrarse

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  4. Si ya lo decía Einstein... o no era Einstein?

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  5. Cristina, no tengo palabras... Un beso enorme. Me hizo tanta ilusión leer tu comentario... Gracias!

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  6. Torcerse y torcerse en un giro infinito hasta la perfecta unidad... Me encantó. Te quiero. maica

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